Iñaki Egaña – Historiador
http://www.euskaria.eu/news/1429339381
Mi compañera dice que tengo buena memoria para los rencores. Quizás sea cierto. Los elogios me ponen en guardia, sobre todo cuando se refieren a quienes nos dejan recientemente. No pude menos que agrietarme el ánimo cuando oí a Rajoy alabar a Nelson Mandela en su muerte. Y nuevamente me revienta el entusiasmo leer algunos tuits y noticias en esta semana de la desaparición física de dos referencias sociales y literarias de la última parte del siglo XX, Günter Grass y Eduardo Galeano. Será cosa de la edad.
Estreché la mano, por cortesía, de Günter Grass en 1999, cuando visitó el stand vasco en la feria del libro de Francfort. Ese año le acababan de dar el Nobel de Literatura y unos días después el Príncipe de Asturias (hoy Princesa por complejo hispano), aprovechando el tirón mediático. Había leído la mayoría de sus libros. Le tomé una foto con nuestro escritor Anjel Lertxundi, entonces invitado. Una instantánea que luego perdí, o al menos no la he encontrado hasta hoy.
Andábamos peleando entonces con el PEN Club, la asociación mundial de escritores, que había llevado a la Feria su denuncia anual de autores encarcelados y represaliados. Teníamos unos cuantos escritores vascos en prisión o en el exilio y el ahora pretendidamente progre Baltasar Garzón estaba en las portadas por cerrar Egin. Diez años más tarde, los tribunales decidieron que el cierre había sido ilegal, pero Garzón y su soporte entonces, Aznar, ya se habían «atrevido», como remarcó el entonces presidente español, a clausurar un medio de comunicación que no seguía la línea del régimen.
Mi colega Gari Berasaluze anduvo listo y le entregó a Grass, aprovechando la ocasión, una versión recién traducida al alemán de uno de nuestros escritores represaliados, Joseba Sarrionandia. Le explicó someramente quién era. Creo que se trataba de “Ni ez naiz hemengoa”. No sé lo que hizo Günter Grass con aquel libro. Tampoco voy a especular. Pero un Nóbel siempre llama la atención.
A comienzos del siglo XXI, el grupo Prisa, fruto en parte de aquella sorpresiva transformación de falangistas en socialistas y hoy intervenido por fondos norteamericanos pero entonces con capital mayoritariamente español, tocó a corneta. Había una posibilidad de que el unionismo español fuera hegemónico, electoralmente, en Vascongadas. Para conseguirlo habían ilegalizado a la izquierda abertzale. Recordarán, Rosa Díez, Redondo Terreros, Mayor Oreja, Carlos Iturgaiz… Sólo nombrarlos suscita lo que los ingleses denominan «goose bumps» y los españoles llaman «piel de gallina».
Se puso de moda eso de ser intelectual y apuntar a los vascos, tanto por arriba como por abajo, lo que debían hacer, cómo pensar, lo que nos incumbía votar. Salieron varios manifiestos contra el derecho de autodeterminación, a favor de la sacrosanta unidad de España, en defensa de la Constitución monárquica española… Incluso, en las elecciones municipales de 2003, un grupo de estos intelectuales de la cuadra Prisa pidió el voto para el PP-PSOE. Los vascos éramos unos racistas y teníamos una iglesia que no nos merecíamos, decían.
Entre los firmantes, Günter Grass, el hojalatero sin tambor. Español como el que más, a pesar o gracias, vaya usted a saber, de su nacimiento en Dánzig (hoy Gdansk), ciudad alemana, también polaca. Grass, Nobel de Literatura, decía que los españoles debían esconder sus costumbres en el País Vasco, tal era el nivel de terror. Compartía manifiesto con Paul Preston, Vargas Llosa… Avalaban la ilegalización de la izquierda abertzale, la invisibilidad para al menos 458 concejales de listas prohibidas a última hora.
Aquel manifiesto, como algunos de esa época, me dejó atónito. Semejante ejercicio de servilismo a una edad madura conmueve. Negativamente. Grass había reafirmado su antigüedad en lasSS, cuando joven. Cuando al parecer no había otra oportunidad que seguir a Hitler. Reivindicaba su reconciliación con el pasado, al subirse a la socialdemocracia de Willy Brant, el padrino de Felipe González.
Todos estos años he tenido la sospecha del destino de aquel libro de Joseba Sarrionandia que Berasaluze regaló a Grass. Sobre todo a partir de su alineación con lo más predemocrático e involucionista del Estado español, Vargas Llosa and company, desde ese 2003. Pero ya he comentado unas líneas antes que no iba a especular.
A Eduardo Galeano le invitaron a participar en la caza al vasco. Declinó la invitación, al contrario que otros escritores latinoamericanos como Carlos Fuentes, Bryce Echenique o Carlos Monsivais, con los que, a mi pesar, había compartido horas de lectura. Bien por Galeano, pensé. Había logrado resistir la presión implacable de la casta cultural y política.
En fin… Pero no todo es ayer. También existe un anteayer. Desperté de la inocencia infantil con Martin Luther King, me hice adolescente con Franz Kafka y George Orwell que tuvieron un impacto político en mi conciencia mayor que el que habrían ocasionado las obras completas de Lenin. ¡Cuántas veces recuerdo los vericuetos que debíamos recorrer para hacernos con un puñado de letras!
Crucé la barrera de la ingenuidad con “Las venas abiertas de América Latina”. De Eduardo Galeano. A principios de la década de 1970. Hace poco supe que uno de los últimos regalos de Hugo Chávez antes de su desaparición fue la donación de este libro a su enemigo secular, EEUU, representado en su presidente Barack Obama. Galeano fue rotundo cuando lo supo: «fue un gesto generoso, pero un poco cruel». Obama no lo entenderá, añadió.
Conocí a Eduardo Galeano en las vísperas de aquel fastuoso e insultante V Centenario del que llamaron descubrimiento de América. Unas celebraciones que llegaban para apuntalar el papel de la Conquista a través de una ideología neocolonial. Un escándalo que la llamada izquierda socialista y comunista española empujó y gestionó para escarnio de la dignidad.
A partir de entonces he tenido la oportunidad de encontrarlo, en cercanía física, hecho irrelevante cuando se trata de un escritor, de compartir incluso algunos proyectos editoriales. Eduardo Galeano ha sido uno más en esa casa inmensa que forjamos poco a poco a nuestro alrededor, en ese escenario de lucha y compromiso que abrimos en el camino de la vida.
Hace unas semanas volvió el más joven de mis hijos de un viaje iniciático por Sudamérica, el estilo del que hizo en motocicleta el Ché Guevara. Las comparaciones son una pedantería. Únicamente refería el viaje, para su comprensión. Aunque mi hijo nos extrañó a su vuelta con una barba como la de aquel que la canción decía era argentino y cubano. Su libro de cabecera había sido el de “Las venas abiertas de América Latina”. Sentí un punto de orgullo, casi animal, por razones de continuidad sanguínea.
Otro de mis hijos, en esta ocasión el mayor, me envió un whatsapp instantes después de conocer la muerte de Galeano. Un whatsapp estremecido si es que esas herramientas son capaces, a pesar de su frialdad, de transmitir emociones. Leyó “Las venas abiertas” en prisión, y había recibido el impacto de las letras disparadas por Galeano como si se tratara de un chute de oxigeno, de esos que se han puesto de moda en las discotecas más excéntricas. Galeano le había abierto las puertas de un continente desde el fondo de una celda en Alcalá-Meco.
Volví a la evocación, a la transmisión, a ese inmenso tesoro que tenemos la especie humana de razonar, racionalizar y transmitir, consciente o inconscientemente, nuestra mochila a las generaciones posteriores. Volví a emocionarme por la lectura de mis hijos, como lo había hecho, ya hace cuarenta años, cuando Eduardo Galeano se presentó en mi casa y en la de los míos, con aquel acopio de ideas y razonamientos que conformaron y solidificaron mi espíritu.
Se han ido Günter Grass y Eduardo Galeano. El primero no me despertó jamás simpatías. Y Galeano, por razones obvias, ha sido uno más de nuestra casa, uno de los nuestros. Que la tierra le sea leve.