JULIO URDIN ELIZAGA
Escritor, miembro de Euskaria.
El nacionalismo tiene como su mayor desafío la articulación de estas territorialidades sometidas cada una de ellas a tan dispares influencias
Como bien señala el historiador Georges Martin, todo el argumento en torno al hecho fundacional de la invención de Castilla como nación, en la obra del navarro arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada, tiene su origen en una visión etnopolítica: “Un territorio nace remotamente de un pueblo-gens”, nos dirá. Y aporta los ejemplos de los reinos de León, determinado por la gens astur, de Navarra, por la vascona y, finalmente, para Castilla, de la gens constituida al parecer por el territorio de los várdulos. Curiosa constatación sometida siempre a debate, pues estos últimos son asociados a través de la historiografía hispánica principalmente con las distintas gens configuradoras de lo que actualmente conocemos como las Vascongadas (Euskadi en la nomenclatura política del momento, que no en su aspiración de erigirse en nación de todos los vascos), asimilando en su seno a caristios y autrigones. Y curiosamente también, siendo identificada etimológicamente con el territorio extremo de su población por la raíz preindoeuropea -bar, que en opinión de Bernardo Estornés Lasa, comparte con el nombre de nuestra Bardena, equiparándolos a una especie de región extrema o Extremadura de los vascos.
Adviértase el que, a tal efecto, este territorio de Bardulia, posteriormente Castilla, estuvo en sus inicios condales enfrentado al pujante reino de León. Siendo así que, en todo caso, si eras afín a la política dirigida por los intereses pontificales de Roma, bien podías llegar a ser imperator, y si no lo eras tanto la condición regia no pasaba de ser algo así como la de regulo (una especie de jefe de tribu). La diferencia es clara, puesto que al primero le amparaba el designio divino, mientras el segundo hundía su legitimación en la elección por parte de la comunidad de pertenencia. En el supuesto de que, como más de uno afirma, el romance surgiese en el territorio de influencia del euskera y Castilla como territorio erigido en nación por parte de los várdulos, bien pudiera pensarse que en origen este territorio constituyese en buena medida la creación de una parte de los vascos romanizados. Entonces también cabría preguntarse, ¿cuál, si no es este, constituye el origen de ese otro invento llamado la nación española? Y así para alguien tan versado en saberes como Jorge Alonso García, en su ensayo sobre Los Orígenes de la Historia (Navarra y los países vascos), la respuesta vendría adoptando la forma de las siguientes preguntas referidas a la invención de esa otra nación o naciones bajo el influjo etnónimo de los vascos: “¿Por qué entonces se habla tanto del enigma vasco para significar su singularidad? ¿Se trata verdaderamente de un caso excepcional? ¿Es un pueblo sin pareja en la historia del mundo, como a veces se le presenta? ¿Dónde se encuentra su diferencia con Cantabria, Aragón o Castilla?”. Si esto fuera así la cuestión vasca, desde la óptica del Estado, mantendría un manifiesto componente tipo del freudiano complejo de Edipo.
Al respecto, con anterioridad, un autor como William J. Entísale, en su libro Las lenguas de España: castellano, catalán, vasco y gallego-portugués, recoge la siguiente consideración: “Hacia el oeste los vascos, a caballo de los montes cantábricos, que son los antecesores de los antiguos castellanos. La conexión política y social entre ambas tribus era estrecha, resistiendo a los conquistadores romanos y oponiéndose unos y otros a los visigodos. Precisamente contra vascos y cántabros se encontraba luchando el rey Rodrigo cuando tuvo lugar la invasión musulmana el año 711. Étnicamente, vascos y cántabros parecen haber estado relacionados…”. Si bien no acaba aquí la cosa puesto que otros autores como José Oriol Piquer Iglesias, escribiendo sobre el solar de los vascones van todavía más lejos llegando a afirmar el que: “Se percibe en aquella Navarra primitiva un pueblo vascón ibero mezclado con los celtas que dominan la zona del norte, dando lugar a una fusión o simbiosis celtibérica, aunque sin perder en tal diversidad (que ha sido la impronta hasta la actualidad)”. Comentario que habría hecho las delicias de nuestro subprior Huarte (autor de una historia de Roncesvalles), cuando, refiriéndose a Navarra la nombra Celtiberia como si de una supervivencia posdiluvial y reducida Iberia se tratara.
Sea como fuere, según observan ambos autores, la realidad hace que institucionalmente el país de los vascos, por los múltiples devenires habidos se encuentre articulado en tres realidades institucionales de segundo rango englobadas a su vez en dos de los estado-nacionales más antiguos de Europa. A saber, Euskadi y Navarra en España, y lo que a este lado del Pirineo denominamos como Iparralde (la zona norte) correspondiente a los tres distritos vascofranceses con similar problemática etnocultural. El nacionalismo tiene como su mayor desafío la articulación de estas territorialidades sometidas cada una de ellas a tan dispares influencias. Y ello, como venimos comprobando, no es precisamente una cuestión del mero presente. Frente a la “unidad de destino en lo universal”, todo un pluriverso cultural.
Nuevamente, para el vallisoletano Alonso, lo que hace diferentes a los vascos del resto de españoles y franceses es, ni más ni menos, la existencia de una “población que piensa que sus orígenes, su lengua, sus tradiciones, su historia, no han perdido vigencia, y que por tanto conservan el derecho a considerarse nación.” Cuestión, en definitiva, no muy diferente de lo que aconteciera en su momento con Castilla, por tomar un ejemplo, respecto del reino astur leonés. Y en el plano lingüístico se debería defender al menos la vigencia de la realidad plurilingüe de sus pobladores. El uso político, no obstante, que se hace de las mismas por cada una de las entidades y fuerzas que afirman defenderlas lo complica todo, puesto que cada una de ellas, como hemos venido afirmando, parten de premisas asentadas en muy diferentes constructos imaginados, que sin ir más lejos cabría clarificar en la definición que del mismo realiza la psicología y la ciencia social. Así, según la primera, el constructo “trata de cualquier entidad hipotética de difícil definición dentro de una teoría científica. Un constructo, en el primer caso, es algo de lo que se sabe que existe, pero cuya definición es difícil o controvertida”. (Tomado de la Wikipedia). En el segundo de los casos, el social viene siendo “una entidad institucionalizada o un artefacto en un sistema social inventado o construido por participantes en una cultura o sociedad particular que existe porque la gente accede a comportarse como si existiera…”. Para el filósofo Mario Bunge, “todos los constructos propiamente dichos poseen referencia: algunos se refieren a objetos reales, otros a objetos imaginados.” En este sentido, el de la historia es un campo de hibridación donde se mezclan acontecimiento y mentalidad. Como los de endotelio e histéresis, el de constructo es un concepto liminar. De todo ello hemos dado más de un ejemplo ante la importancia que reviste en toda cuestión humana contar con un método interpretativo, pues el lugar de un país, de una nación y patria, no sólo consiste en la creación de un territorio, como tampoco lo es la posesión de una lengua única, sino en el establecimiento del consenso necesario para que surja ese constructo imaginado que le da sentido y, por añadidura, legitimación.