Reproducimos a continuación uno de los últimos artículos de Iñaki Egaña. Vale la pena.
Como viene siendo habitual en los últimos años, durante las dos primeras semanas de agosto, un grupo de jóvenes y no tan jóvenes, nos juntamos en el castillo de Amaiur para ir desbrozando su historia. Aparentemente son piedras, dentro de las cuales aparecen todo tipo de utensilios, incluso armas. Pero son algo más. Las piedras de Amaiur, del color rojizo del Baztán, aún destilan el sonido del fragor de la batalla.
El tiempo pasa delante de nosotros con lentitud. Cada jornada se hace larga, muy larga y cada temporada se acumula con la anterior. A los pocos días de haber comenzado la tarea, tengo la impresión de que pasarán cientos de años, como los que nos preceden, antes de que concluyamos definitivamente las excavaciones.
No es, sin embargo, una impresión negativa. La quietud es patente. El lugar ha quedado resguardado de la mirada del presente, excepto cuando sopla el viento norte desde Otsondo o el del este desde Gorramendi. Amaiur es un símbolo, el símbolo. Quizás sea una apreciación excesivamente personal, pero cada vez que cruzo bajo el dintel de su antigua entrada, tengo la impresión de entrar en un lugar mítico, casi sagrado, como si lo hiciera en Santimaiñe, en Ekain o, quizás, en los laberintos del fuerte de Ezkaba. Respeto por la quietud y por la historia.
Así pues, la quietud centenaria tiene que ver con su inclusión en el futuro. Los abuelos de nuestros abuelos ya lo tenían por símbolo y las visitas a sus ruinas marcaron a generaciones. El monumento a la independencia navarra, a la unión con las provincias hermanas, es toda una declaración de intenciones.
En Amaiur fueron esparcidas las cenizas de amigos, compañeros, como si el lugar acogiese a la eternidad. Por eso esa sensación que, aunque personal, la comparto con todos los que han hecho posible esa cohesión que aún hoy nos mantiene como uno de los pueblos por excelencia de Europa. Vivimos también del pasado porque creemos en el futuro.
Cada año nos depara una sorpresa de las que difícilmente olvidaremos. Este año, junto al aljibe y el desbrozamiento del perímetro, hemos encontrado centenares de recuerdos materiales. Entre ellos un kaiku de madera. Cuando lo desenterramos, con el mimo y la paciencia que lo hace un arqueólogo, no podíamos dar crédito a lo que veíamos. Quienes tenemos algunas pequeñas nociones de nuestro suelo conocemos los efectos del tiempo, la humedad, la lluvia y las estaciones.
Aquel kaiku de Amaiur tenía más de 400 años y a pesar de estar tallado, como todos, en madera, se conservaba casi perfectamente. Si fuera religioso diría que se trataba de un milagro. Como aficionado y curioso de la historia puedo decir, sin dejar lugar a la equivocación, que se trataba de una excepción. Jamás sobrevive la madera tantos años en un suelo hostil a la conservación como el vasco, como el de Baztán.
Relaté el descubrimiento a mis cercanos y quise añadir la metáfora que el hallazgo me sugería. Ya sé que es fácil caer en la retórica, incluso en la épica narrativa pero no puedo menos que asombrarme de todo lo que es posible con voluntad. Y en este caso es como si las ruinas del castillo, símbolo de la defensa de la independencia Navarra, tuviera vida, en estado latente, esperando que alguien la descubriera para anunciarse.
Solo ha hecho falta que poco a poco un grupo de arqueólogos vaya desbrozando las ruinas para que estas hayan cobrado existencia y vayan enseñado todo lo que contienen. Sabíamos desde Gabriel Aresti que la piedra respiraba. Únicamente ha hecho falta acercar el oído a sus poros para descubrir que su corazón palpitaba.
Pronto se cumplirán 500 años de la conquista del llamado Católico. Un poco más de la defensa del castillo de Amaiur. Más de uno pensará que tantos años son suficientes para aparcar sus ecos en los libros de historia que estudiarán cuatro especialistas. Que el sonido de los versos que reflejan aquella crónica ya ha descendido a las llanuras para disolverse como la nieve invernal en primavera.
Más de uno llegará con las botas gastadas, sin ánimo para continuar por caminos tan viejos, arrugados. Quizás se pierda entre pasajes bélicos y aventuras trasnochadas. No lo sé. Sin embargo, Amaiur no es un relato del pasado. Amaiur, su castillo que va aflorando sin prisa en la quietud del tiempo, es un proceso de futuro. Es una historia que todavía suspira, que gime y grita a la vez. Amaiur, como su kaiku, palpita en comunión con un pueblo que aspira, en el siglo XXI, a convertirse en un estado más en ese escenario europeo del que forma parte desde siempre.