Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación
Hace apenas unos días, el youtuber mexicano Luisito Comunica difundió un vídeo en el que cuenta su paso por tierras vascas, su enamorada fascinación por nuestra lengua, su atracción por un entrañable universo de acantilados marítimos, aizkolaris, pastoreo de ovejas queseras, frontones, tablas de surf y otras particularidades de «un país que no existe en los mapas». El chaval, para quien no lo sepa, es uno de esos fenómenos digitales que acumula suscriptores a punta pala y cuyos documentales llegan hasta los lugares más recónditos de internet. A estas alturas, su gira vasca suma ya chorrocientas visualizaciones. Y subiendo.
El asunto llegó a Twitter entre efusiones de mala baba porque a un simpatizante de Milei y de Abascal no le hizo gracia el enfoque de la expedición. El caso es que Luisito Comunica nos define como «un pequeño país que políticamente está atrapado entre las divisiones de España y Francia». Y claro. Esa clase de enunciaciones son de la piel de Satanás, delirios independentistas, irredentismo, majaderías aldeanas de dialecto montés y boina enroscada. Algunos diarios como “El Español” han aprovechado para magnificar la polémica y hasta “Deia” acusa al youtuber de desconocer nuestra realidad administrativa. Cosas veredes, amigo Sabino.
La historia es tozuda y repite como un puré de ajo. En los años cincuenta, el cineasta Orson Welles rodó seis capítulos documentales para la BBC bajo el título “Alrededor del mundo”. El país de los vascos acaparó dos episodios. En los primeros minutos del metraje, la cámara se instala en el paso fronterizo que separa Sara y Etxalar. El viento alborota los árboles. Vemos un paisaje pastoril atravesado por líneas montañosas y caminos forestales. «Esta frontera ha sido siempre más una teoría que un hecho», dice Welles, «una teoría de los Gobiernos de España y Francia». El diagnóstico es terminante: «La gente que vive aquí no son ni franceses ni españoles».
Antes que los youtubers y los cineastas, nos visitó una larga genealogía de aventureros que dejaron también su testimonio. Hace ya más de dos siglos, Wilhelm von Humboldt quiso descifrar los arcanos del euskera y emprendió una doble excursión por nuestros pueblos y folklores. Así era el espíritu audaz del Romanticismo. Los habitantes de Hendaia y Hondarribia, observa Humboldt, comparten lengua y comunidad pero viven separados por una línea de artificio. En definitiva, los vascos fueron arrancados de su entorno común a fuerza de guerras y a causa de dos Estados a los que pertenecían por pura coincidencia.
Dice Bernardo Atxaga que la mirada extranjera tiene matices exotizantes y tiende a buscar parajes rurales, ajenos a la industrialización, donde aparece un arquetipo ideal de país intocado y agreste. En fin, que para el ojo romántico siempre será más apetitoso encaramarse a un caserío del Baztan que callejear por Sestao o Portugalete. Sin embargo, nadie escapa a la belleza pictórica de los decorados urbanos, del perfil minero que vio crecer a Dolores Ibarruri, del gris comercial y proletario que fotografiaba Eulalia Abaitua sin renunciar a retratar el campo y el mar.
Es precisamente la industrialización y la sobreexplotación de los asalariados vascos lo que interesaba a Jean-Paul Sartre cuando reivindicaba los derechos nacionales de nuestro pueblo. Y así lo escribió con motivo del Proceso de Burgos. La historia de Francia que se enseña a los francesitos, dice Sartre, es la historia de la unidad entre provincias, la perfección de la lengua y el universalismo de la cultura. Hasta que un día, la solidaridad con los acusados de Burgos enfrentó a la izquierda francesa con una endiablada paradoja: «¿Cómo admitir que la nación vasca existía al otro lado de los Pirineos sin reconocer a «nuestros» vascos el derecho a integrarse en ella?».
En realidad, no importa tanto cómo nos ven los extranjeros sino cómo nos miramos a nosotros mismos. Es muy fácil dejarse arrastrar por las inercias y terminar aceptando sin remedio los marcos informativos que no hemos elegido, las divisiones que no hemos trazado, las peleas provincianas que otros atizan mientras se frotan las manos. La subalternidad, dice la filósofa Gayatri Spivak, no es una identidad congénita sino una posición que puede alterarse. Es por eso que algunos sectores políticos nos invitan al autoodio, a ser orgullosos subalternos para que las fronteras ajenas nos parezcan una parte natural de nuestro ser, un atributo eterno, un destino irrevocable.
El otro día, Iñigo Urkullu cerraba un periplo presidencial de doce años. Allá por 2012, en su primer pleno de investidura, el exlehendakari prometió un nuevo estatus que nunca se materializó a pesar de las holgadas mayorías. El tema reapareció en la investidura de Imanol Pradales con un cierto tono de tedio y desesperación. Incluso ahora que la suma soberanista es abrumadora, la cosa suena como un eco mortecino de pasos que se alejan. Urkullu siempre interpuso la necesidad de reunir consensos amplios pero en la práctica se trataba más bien de reconocer el derecho a veto del PSE.
En un instante hilarante del último debate parlamentario, Eneko Andueza cerró su intervención diciendo «Gora Euskadi». El lema sonó falto de énfasis, como una versión descafeinada de aquel «Gora Euskadi askatuta» que Felipe González gritó en 1976 durante un mitin en Eibar. Por aquel entonces, el PSE iba a fundarse sobre la base del derecho de autodeterminación y con autoridad sobre los cuatro territorios al sur de la muga. Después el PSN emprendió su camino. Ahora Andueza enmienda la plana histórica a su propio partido y sostiene que el derecho a decidir es una paparrucha nacionalista.
Hace ya veinte años, el Parlamento de Gasteiz aprobó un Estatuto que reconoce el derecho de los siete territorios vascos a vincularse en una entidad común más allá del cuarteamiento autonómico y de las vallas fronterizas. La idea y la voluntad están ahí. No hacen falta youtubers, cineastas o filósofos para que la reconozcamos.
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