Mikel Sorauren
http://www.euskaria.eu/news/1435565171
El impulso predador del ser humano ha impedido hasta el día de hoy la superación de la violencia. Es esta patrimonio indefectible de la práctica totalidad de las colectividades y grupos sociales; más allá de las proclamaciones a su renuncia, habituales en los sistemas jurídicos vigentes en la actualidad. Todo Estado soberano se reserva el derecho a utilizarla cuando considere oportuno, legitimado como se siente para ejercerla hacia el interior y exterior del espacio que domina. Es tan obvio, que el gesto más general de la soberanía suele ser la exhibición de las armas que sirven al propio Estado, a la hora de reivindicarla. Se confirma de este modo que el estado de derecho se fundamenta en la capacidad para imponerlo, mediante la violencia o su simple amenaza. En un sentido estricto no existe derecho internacional -Derecho de gentes-. En los tiempos contemporáneos la comunidad internacional ha intentado establecer una normativa que debería ser asumida por los Estados, al margen de la aceptación expresa por parte de estos; aceptación que implica una limitación de tal soberanía. En todo caso es conocida la diferencia con que puede ser tratado por la misma comunidad internacional un Estado como Irak, que otro como U.S.A. o Israel.
Una actitud de rechazo de la violencia como instrumento de actuación individual o colectiva -incluso en el caso del poder soberano del Estado- implicaría la abstención absoluta de la misma. La teoría al respecto prevé, no obstante, su utilización en el caso de legítima defensa. En realidad esta legítima defensa constituye la puerta por la que la violencia entra sin barrera en el campo de acción estatal, con el fin de justificar el presunto derecho a su utilización por una instancia que se considera árbitro adecuado, a la hora de determinar el uso legítimo de la misma. El resultado es que, siendo parte, el mismo Estado se erige igualmente en juez. Acercándonos a la realidad concreta que nos atañe, la historia de nuestras colectividades es la de la violencia individual y colectiva hasta el momento presente, sin solución de continuidad. Formamos parte de una cultura -europea y cristiana- que se ha impuesto con contundencia, mirando al propio interior de este mundo y, desde luego, gracias a su capacidad para implementar este sistema por toda la superficie de la Tierra.
La cultura española ha destacado en ocasiones como modelo del sistema. La creación y mantenimiento del Imperio español y situaciones como la Guerra impulsada por los militares franquistas constituyen auténticos paradigmas de sistemas de violencia política. Me parece que no exagero si califico a un episodio como la Dictadura de Franco como la situación más grave de violencia que se ha dado en esta parte de Europa sudoccidental. Los ejecutados, torturados y encarcelados; los perseguidos por sus opciones políticas o actitudes contrarias a los valores impulsados por el autoritarismo del Régimen y las imposiciones de toda índole sobre la población en general supusieron sufrimientos gratuitos sin límite y retraso material y social que seguimos pagando los presentes y lo seguirán haciendo generaciones que sigan. En ningún caso será legítimo un análisis y valoración que descuide o desdeñe estos incontrovertibles hechos como responsables fundamentales de la violencia que caracterizó al periodo hasta el momento en que desapareció el dictador, quien murió matando. Son de sobra conocidas las reacciones que suscitó la violencia asesina del sistema que mereció la condena de la misma O.N.U. y hoy en día persigue la justicia internacional, a pesar de la resistencia del actual orden jurídico español.
En ningún caso se pretende la justificación de quienes se han considerado contrarios al sistema, cuando asumieron que cualquier expresión de violencia en contra de quienes fueron considerados proclives a la dictadura era legítima, porque atacaba a la misma Dictadura. Tantas ejecuciones de personas inofensivas como pudieron ser religiosos y civiles -en muchísimos casos sin ninguna responsabilidad ni acciones delictivas imputables- fueron crímenes y en ocasiones tan crueles y horrendos como los franquistas. Se puede afirmar lo mismo de acciones similares sucedidas en la lucha de resistencia contra el Régimen, una vez concluidos los combates en campo abierto. No se pretende rechazar la resistencia en un caso que se acerca a la legítima defensa como realidad inmediata. Lo cierto es que tales actos de resistencia se encuadran perfectamente en lo que fue la lucha en contra de los criminales y destructivos sistemas nazi y fascista, de los que Franco se consideró aliado privilegiado. En el momento de considerar la violencia política concreta que ha presidido la historia contemporánea y actual del Imperio español, es obligado contextualizar este conjunto de circunstancias. Con todo, el balance final en ningún caso evitará la calificación de Dictadura criminal y tirana a la impuesta por los militares, a pesar de los excesos criminales en que pudieron incurrir quienes se enfrentaron a ella, que deberían ser considerados desde la óptica de la situación extrema en que se encontraban sus ejecutores.
No es cuestión de poner en la misma balanza lo que era resultado de la excepcionalidad de la situación, que la actuación de quien obedecía a un plan previo de amedrentamiento y aniquilación, con el fin de imponer una situación injusta y antinhumana, condenada expresamente por valores irrenunciables reconocidos universalmente. El surgimiento y actuaciones de organizaciones enfrentadas a la dictadura franquista fue un hecho generalizado que va desde la actuación del maquis republicano a todo tipo de organización incluidas bajo la denominación de anarquistas y de otras tenencias y obediencias; actuación que suscitó intenso debate sobre su oportunidad, a propósito de su eficacia y afección a vidas y bienes. El surgimiento de organizaciones de este carácter también tuvo lugar en Euskal Herria, que se acomodaron a la forma de actuar aquí señalado, por otra parte, con pautas que pueden ser denominadas universales.
Frente a quienes se resisten a reconocer la exactitud de esta descripción básica, afirmaremos con contundencia lo correcto de la misma junto con la atribución de la responsabilidad de la violencia en su conjunto a quien impuso un sistema político autoritario. Sistema este que aplastó los derechos humanos más elementales, mediante la utilización de los métodos más degradantes y crueles sobre individuos y colectividades nacionales que exigían sus derechos. No aceptamos en ningún caso que se nos obligue a asumir que el presente estado jurídico no incurre en parecidos defectos. La legalidad que se nos impone se basa en la negación del derecho de los individuos y colectividades nacionales que estos integran, a decidir sobre el más elemental de los principios como es la libertad de constituir una organización soberana no sometida a voluntades extrañas (artº 2 de la Constitución española de 1978). Se añade a esto la amenaza explícita de utilización de la violencia por parte de España, en el caso de que una Nación de su Imperio intente recuperar la soberanía arrebatada (artº 8 mismo texto). Las llamadas a cualquier legalidad carecen de legitimidad por incurrir en la contravención de estos derechos.
Podemos rechazar determinadas prácticas y actos concretos de las organizaciones que se han opuesto de manera activa y frontal a un Estado de cosas que tiene su base jurídica en el golpe de Estado de 18 de Julio de 1936 y su posterior readaptación a formas más benignas de imposición, con pretensiones de constituir un sistema representativo. Le negamos en todo caso legitimidad, tanto más cuanto que es obvio que mantiene planteamientos de la Dictadura franquista y ha seguido utilizando sus mismos métodos, modificados únicamente en superficie. El intento de responsabilizar a los componentes de una organización de la violencia existente constituye una auténtica perversión de los principios y no porque no sean rechazables la mayor parte de sus actuaciones, sino porque es el Estado español quien incurre en el delito, con prácticas denunciadas por organismos internacionales (relatores de la O.N.U., H.R.W. Etc.).
Son estas razones válidas para no reconocer la legalidad vigente por contraria a los derechos humanos primordiales y en consecuencia tenemos legitimidad para rechazar cualquier exigencia que se nos haga de sumarnos a posicionamientos de condena exigidos por los gestores y defensores del denominado Estado de derecho virtual. Consideramos a los mismos responsables primordiales de la situación de violencia que se ha venido sufriendo y se mantiene en el momento, con independencia de que las organizaciones que han practicado el enfrentamiento directo con la presente situación hayan evidenciado su voluntad de no proseguir por tal vía y exigimos la superación de la presente situación y un análisis imparcial del proceso de violencia, mediante el examen de toda la documentación y testimonios que, sin duda, evidenciarán el propósito criminal de los responsables de estos acontecimientos. Desde luego por árbitros y jueces internacionales que no se encuentren condicionados por las presiones españolas.